Una exploración sensible de la longitud.
Margarita Susana Gascón
CONICET, Argentina | GEOPAM
Precioso detalle de la portada de una edición de 2007 de Measuring the World (Londres: Quercus).
Desde mediados del siglo XVIII medir fue central en el programa científico y tecnológico de Europa en relación con la navegación al resto de los continentes, tanto para comerciar como para defender territorios. Al compás y al cuadrante se les habían sumado el telescopio y el reloj, desarrollos tecnológicos para elaborar tablas fiables basadas en la posición de los cuerpos celestes. La latitud era relativamente fácil de establecer, pero la longitud dependía de la medición del tiempo transcurrido mientras se hacía un recorrido si se estaba siempre en un mismo ángulo con respecto al horizonte. El inconveniente consistía en que era muy deficiente la medición del tiempo con relojes de péndulo cuando se hacía en barcos en alta mar. Sin dudarlo, las coronas invirtieron recursos en lograr relojes que posibilitaran tablas con mediciones correctas de la longitud, aunque no siempre les gustó el resultado. Luis XIV había convocado a Giovanni Domenico Cassini (1625-1712), famoso por sus tablas, que utilizaban los satélites de Júpiter. Sus observaciones y cálculos redimensionaron Francia, que tenía un quinto menos de territorio de lo que se creía, haciendo protestar al Rey Sol, porque le habían hecho perder más tierras los astrónomos que las guerras.
El avance definitivo para establecer la longitud durante la navegación en alta mar fue el cronómetro de Christiaan Huygens a fines del siglo XVII. El siglo siguiente sería de ajustes y testeos. En su novela Measuring the World (2006; el original alemán es de 2005), Daniel Kehlmann compara los aportes en este sentido de dos científicos cuyas personalidades y métodos no podían ser más contrastantes: Alexander von Humboldt (1769-1859), hijo de nobles y educado por Goethe; y Carl Friedrich Gauss (1777-1855), hijo de campesinos analfabetos cuyo maestro, impactado por la capacidad matemática del niño, le consiguió una beca para que estudiase en Gotinga.
El relato acompaña a Humboldt corrigiendo la localización de ríos, volcanes, minas y poblaciones en los más de diez mil kilómetros que recorrió por la Sudamérica tropical. Eso, gracias al arsenal de instrumentos de medición que había adquirido en Salzburgo, especialmente dos costosos relojes sin péndulo que se habían comenzado a producir en París. Manejados cuidadosamente, mantenían la hora parisina y, al determinar la altura del sol sobre el horizonte y después comparado ese dato con tablas, posibilitaban fijar la longitud.
A cada capítulo sobre Humboldt le sigue uno sobre Gauss, para quien la precisión matemática daba cuenta de la realidad. Era 1801 y con 24 años había adquirido fama mundial al decirles a los astrónomos hacia dónde tenían que enfocar sus telescopios para dar con Ceres, el planeta enano que “se les había perdido” —literalmente— en el cielo. Gauss, con sus cálculos de probabilidad, localizó a Ceres. Con esos mismos cálculos de probabilidad, en algún momento especuló sobre cuántos años de vida le quedaban a su amigo Humboldt. Para Gauss, incomprensiblemente, Alexander había renunciado a la comodidad urbana para enfrentarse a la brutal geografía del nuevo continente. Para Alexander, extasiado con lo sublime de la naturaleza, lo incomprensible era que en la mente formidable de Carl, el “Príncipe de las Matemáticas”, cohabitase un agorafóbico incapaz de abandonar, salvo por pocas horas, la estrechez asfixiante de Gotinga. Y, sin embargo, sobre el final de la novela, un Humboldt anciano vuelve a su casa paterna en Berlín, cuyos jardines encendieron su pasión de naturalista y explorador. Mientras pondera sus viajes por América en pos de conocer y localizar, rememora al Gauss de Gotinga mirando los confines del firmamento con su telescopio, también en pos de conocer y localizar. Y ya no puede decidir cuál de los dos, en verdad, había viajado más lejos y cuál de los dos no había abandonado nunca su hogar.
Sobre la autora
Hice mis estudios de grado en Mendoza y de posgrado en Canadá. Soy investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones y doy clases en grado y posgrado. Hacer estudios en historia ambiental fue adoptar una perspectiva sensible al comportamiento de nuestro planeta (¡esa rara gema!) y a sus relaciones con nosotros. Entre dos cielos, cuando no investigo ni enseño, me dedico a una huerta orgánica con frutales en mi casa de la montaña y a otra huerta que, en la terraza de mi casa urbana, se consuela con prosperar alegremente en numerosas macetas con flores y hortalizas. Me encuentras en gasconms@gmail.com.
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